Me gusta la multitud, aquella multitud que sale una y otra vez, que se desliza despavorida, que se encuentra sin poder verse ni ella misma. Aquella rápida mirada que se oculta atrás de un esmoquin, de unos lentes de sol, detrás de aquellas cautelosas manicures con olor a mercado. La acetona que se desvanece como muchos otros objetos, quizás como los que trasladan de uno a otro espacio los instrumentos necesarios para que la música flote y se vaya allá, a donde las ondas de radio se dirigen en un recorrido eterno. Pero muy probablemente no escapen más allá que del dormitorio donde se encuentre el sistema de audio. Quizás nuestro sistema de audio no escape más allá que en un móvil y que aquel móvil esté en el subterráneo con dirección a Recreo. Desear que aquellas ondas traspasen todo aquel velo que es nuestro sentido, en donde los objetos y la abstracción no tienen significado, que ni siquiera las melodías que se predisponen para su vuelo se encuentren, que se las lleve y que sepulten a todo nuestro sistema, a toda nuestra profunda comprensión. Que se dirijan allá, más allá, hacia las raíces inciertas en donde nuestra herencia genética se recrea, en un profundo temblor desconocido asentir. Y sí, me gusta, la multiplicidad de cuerpos con tiempos que distan uno de otro y que de ellos diste su génesis real entre si. Sus relojes que marcan horas distintas, que entre aquellas distintas horas hacia lugares comunes se encuentren, para recorrer juntos, para correr juntos aquella maratón de simulacros y engaños. Aquel tamiz de apariencia que se empuja, que se crispa, que se gritan y ofrecen, que de ellos aquel aroma, que de aquel bolo sus huellas por las cuales dirijo. Que sí, que me gusta la real inmensa multitud. Y que si me gusta es tan solo para ocultarme de ella, para pasar incierto y una sombra conocida ser.
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